La garantía emocional no te la pueden devolver.



Cuando alguien te compra algo por primera vez, aunque esa compra no sea muy cara, los números dicen que les cuesta bastante hacerla.

Igual lo que les das es ridículamente barato, pero eso da igual.

Igual les das 700 meses de garantía, da igual.

Costar, cuesta.


Luego, cuando compramos algo por segunda vez, aunque justo eso sea bastante más caro, estamos más tranquilos.

Se normaliza, no nos pone nerviosos.




Si lo quiero, es barato, me devuelven el dinero y aún así no paso la tarjeta, debe de haber algo que me impida comprar y que sea más fuerte que el dinero.

Por fuerza, debe de haberlo.


1. Es barato.

2. Si no me gusta, el dinero me lo devuelven.


Por huevos, es que no puede ser el dinero.




¿Cuál es el miedo que tenemos entonces?


Quizá que nos equivoquemos,

que nos decepcionemos,

que nos tomen por tontos,

que hayamos caído en la trampa,

o que todo acabe siendo una desilusión.




¿Qué nos cuesta eso?

Si nos devuelven el dinero, parece que nada.

Parece.




Pero dentro sí nos cuesta algo:

Nos cuesta un poco de confianza mal invertida (otra vez) que nos sacude la fe.

Nos cuesta una decepción que no tendríamos si nos hubiéramos quedado como estamos.

Nos cuesta un poco de ilusión que va a morir a la nada, con lo difícil que es conservarla a veces.


Y esas emociones de las que nos protegemos, a menudo están muy por encima de la devolución.




Hay muchas cosas que se puede hacer, decir, escribir, para que esto no pase.

Cada emoción, se puede atacar (en el buen sentido de la palabra) para evitarle a tu cliente la sensación rara de probar ese cocktail de color sospechoso por primera vez.

¿Darle una gran garantía?

Si puedes, sí.

Pero el trabajo de garantía profundo, el emocional, ese no va al final en un banderín dorado justo cuando pasan la tarjeta.

Ese es otra cosa.

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