Imagina que te viene de frente una manifestación.
Una manifestación de gente muy distinta.
De frente.
Hay un tipo con un megáfono.
Dice cosas muy diplomáticas con el megáfono, pero luego cuando se toma algo en un bar con un amigo no dirías que es el mismo tío.
En todo caso, dice relleno que no nos importa ni a ti, ni a mí, ni a él.
No nos importa
Lo que nos importa es lo que dice la pancarta que le sujeta el resto de la primera línea.
¿Qué dice?
“Yo no vendo, a mí me compran”
Vale.
Toda esa gente que se manifiesta así son los que piensan que el simple hecho de vender les quita autoridad o les hace parecer tiburones.
Al principio es normal.
Pero esto es un poco como la terapia:
La solución menos rentable suele ser “esto no me gusta, lo evito y me hago el guapo para que no se note”
(Eso es como típico amigo fantasma que te decía “a mí las tías me vienen” cuando en realidad no tenía propuesta testicular y tras dos copas acababa saliendo el clásico “a ver si me presentas a tu amiga…” y así)
Esa es la solución menos rentable.
La solución más rentable es vender más ganando más autoridad.
Es dar algo al mundo y respetarse.
Eso no es ambición.
Es humanidad.
Es no vivir en una jaula propia.
Es humanidad.
Un cliente que aprecio mucho (ya son años) me dijo la primera vez que vio algo mio que no era testicular:
“No sabía que te lo tomabas tan en serio”
Me veía como un freelancer y es normal.
Le dije que me callé la ambición insana, porque si antes de que me contrate le digo que tengo más ganas de vender que él, lo pierdo como cliente.
Y a él lo quería.
Ahora sobre la ambición ajena: